Vuelta a uno: Teatro Alhambra, 19 de mayo. Espectáculo del ciclo Andalucia es Flamenco 2023.
“Esto no es cualquier cosa”, dijo la bailaora al público, y a continuación, “esto no es así”, en cuanto nota que la sonanta no suena como debe para empezar la ceremonia escénica, y ambos retornan sin rubor a las bambalinas para salir otra vez y empezar de nuevo. La anécdota con que comenzó la representación granadina del último espectáculo de Rocío Molina era ya una premonición de lo que veríamos a continuación. Vuelta a uno es cierre de una trilogía (cuyos dos eslabones anteriores no se han visto en Granada), un espectáculo anticonvencional que retorna a los paisajes de la infancia, donde los niños hablan para sí mismos con una lengua apenas inteligible y, ociosos, disfrutan paladeando golosinas que, en este caso, forman parte del discurso de la obra.
La genialidad de Rocío Molina no es que su ejecución de pies sea
impecable, eso se da por hecho. Ni que sea capaz de enhebrar los contracompases
percutando con las manos sobre cualquier parte de su cuerpo, incluso más y
mejor que otros en su género. Lo que la hace diferente es la sencillez con que
integra en su soniquete la explosión de una pompa de chicle, porque estos
estallidos están dentro del compás de su baile, es decir, a compás.
En su vasto repertorio de estilos de danza y con un dominio que
sobrepasa las familias interpretativas del flamenco, la bailaora mantiene con
el guitarrista un sencillo y complejo diálogo sobre las tablas dándose voz el
uno al otro, como músicos de jazz. Yeray Cortés la espera, la llama
con su instrumento, la acompaña y le contesta a lo largo de una hora y media.
Pero la guitarra no suena tradicional: se asocia a un pedal de efectos, entre
ellos el loop que utiliza para captar
la atención de la bailaora. Todo sonido es actor en este show: los zapatos, los pies descalzos, la eclosión de un globo de goma
de mascar, el chasquido de un caramelo carbonatado o la nota amplificada en
bucle, que utiliza el guitarrista para dar paso a una bailaora que interpreta
las distracciones ingenuas de la niñez.
La maldición del baile jondo a menudo lo condena a ser una sucesión de palos sin aliento ni desarrollo narrativo. No es sin duda el caso de este espectáculo tan bien hilado y sin suturas, donde fluyen las escenas en la que se intercalan sin protagonismo tangos del Piyayo, tarantos o alegrías en una continuidad casi onírica, como sucede en los sueños infantiles. Para terminar, un número de abanicos donde hace de muñeca mecánica, en el que parece poseída por la Petrushka con que Nijinski se convertía en un payaso trágico. Rocío Molina no teme asomarse al abismo del arte mestizo y el riesgo coreográfico.
La puesta en escena se acompasa perfectamente al espíritu nuevo
de Vuelta a uno. La escenografía diseñada por Antonio Serrano, Julia
Valencia y la propia bailaora, con sus pequeños tablaos, enmarca muy bien su
interpretación. El vestuario, también ideado por J. Valencia y realizado por
López de Santos, hace uso de los colores picassianos, épocas azul y rosa
subidas en varios tonos de intensidad –calypso y fucsia—para estallar
finalmente en un rojo, con apuntes en negro, que brilla refulgente. Y una iluminación
a la vista, hecha para que se aprecien las fuentes de luz, que conecta, subraya
e interviene a la vez la coreografía. Una maravilla.
Los críticos flamencos (¿por qué apenas hay mujeres en el oficio?) han dicho de todo
de Vuelta a uno: que si inentendible, que si se pasa de la raya, que si inconsistente, que si… Resabios de un inconsciente machista tan viejo como el flamenco, pero sin un ápice de la grandeza siempre nueva del arte jondo. Y es lógico, porque cuando esta hembra poderosa pone el tacón sobre el escenario, con su señorío físico levantado sobre dos piernas de bronce, con su gesto de bailaora adulta que lleva dentro la mariposa de una niña que juega como una niña al zapateado, desestabiliza la tradición… Pero desde lo rancio inventa una nueva pureza para el baile del siglo XXI. Diera la impresión de que con ella el rito antiguo de la danza empieza de nuevo desde una infancia eterna, como sucedió al principio de la representación en el Teatro Alhambra. “Qué verdad más grande” (Beni de Cádiz).La Molina está en posesión de la
Medalla de Oro a las Bellas Artes del Ministerio de Cultura, León de Plata a la
Danza en la Bienal de Venecia, Giraldillo de Oro como coreógrafa y también
Giraldillo de la XIX Bienal Flamenca, premio de la Crítica por la Cátedra de
Flamencología de Jerez, Premio Nacional de Danza, premio Max a la mejor
intérprete en Danza… La Molina tiene
raíces flamencas, pero como hija de su tiempo puede hacer lo que le plazca sobre
un escenario. Hay mujeres de cuarenta años que parecen niñas de tan jóvenes.
Por Eladio Mateos y Felicitas Ramírez.
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